Tradicionalmente la Historia ha sido considerada una disciplina humanística, en la que ni siquiera todos los estudiosos aceptan que esta materia pueda ser considerada una ciencia social. Sin embargo, otros historiadores son partidarios de su condición científica desde una perspectiva multidisciplinar que entronca con otras ciencias sociales como Geografía, Economía, Psicología o Sociología. Sin embargo a día de hoy la Historia parece seguir alejada de las llamadas ciencias naturales o “duras” y no obstante, el análisis de los hechos históricos desde una perspectiva más abierta, que incluya las aproximaciones, los datos y los métodos de estas últimas podrían explicar mejor y de una manera más racional unos hechos que muchas veces se presentan como una mera colección azarosa de anécdotas, casualidades o genialidades de grandes prohombres. Y quizás un buen ejemplo puede ser el papel que han jugado los patógenos, esos diminutos microorganismos que sólo parecen ser relevantes desde el punto de vista clínico, a lo largo de la Historia.
Aunque existen innumerables casos documentados en donde la suerte de la Historia ha variado debido a la influencia de los patógenos, ya que incluso los cadáveres se han utilizado desde la más remota antigüedad como armas biológicas, quizás uno de los ejemplos más paradigmáticos del poder de los patógenos para alterar el curso de la historia puede ser el representado por la conquista del Imperio Azteca por parte de Hernán Cortes. Dejando aparte las innegables dotes políticas y militares del conquistador, capaz de aunar tras de sí el descontento de los pueblos sometidos a los aztecas y llegar a hacerse con el control de la mismísima capital de su imperio, Tenochtitlan secuestrando a su Huey Tlatoani Moctezuma; cuando su situación devino en desesperada y se encontraba al borde del desastre más total, el insignificante pero letal virus de la viruela acabó viniendo en su apoyo. Así en junio de 1520 la aristocracia mexica se revelaba contra el yugo hispano, derrotando a Cortés en la famosa Noche Triste, en donde se produjeron numerosas bajas entre los conquistadores así como pérdidas significativas de caballos, pertrechos y armamento. Tal es así que los españoles tardaron casi un año en reorganizarse y volver para sitiar la capital azteca. Tras esa victoria azteca de 1520, el nuevo emperador Cuitláhuac comenzó a organizar un ejército para perseguir a Cortés. Sin embargo, en septiembre se desataba en Tenochtitlan una pavorosa epidemia de viruela, enfermedad llevada por los españoles a tierra firme continental por la expedición de Pánfilo de Narváez en junio de ese mismo año. Fray Juan de Torquemada en su monumental “Los veinte y un libros rituales y Monarquía Indiana” describe la epidemia y sus implicaciones militares con las siguientes palabras:
Esta pestilencia comenzó en la provincia de Chalco y duró sesenta días. De esta enfermedad fueron muertos entre los Mexicanos el Rey Cuitlahuat que poco antes habían elegido, el cual no reinó más de cuarenta días, y murieron otros muchos principales y otros soldados viejos y valientes hombres en quienes ellos tenían muro y amparo para su hecho de guerra; que fue esta pestilencia un mal agüero para estas gentes y buen anuncio para los nuestros, que con ella murió la mayor parte de los Indios.
Si se tiene en cuenta que la mortalidad por viruela oscilaba entre el 30 y el 90% (dependiendo del brote epidémico en particular) y que ese fue el primer contacto de esta terrible enfermedad con la población azteca, no es exagerado suponer que la mortandad entre los indefensos mexicas fue terrible, hecho que desorganizó toda la estructura social, económica, política y militar del imperio azteca, tal y como narra el propio fraile. Ello evidentemente trastocó todos los planes del recién encumbrado Cuitláhuac, además de provocar su muerte. Es por tanto comprensible que los aztecas, lejos de pasar a la ofensiva, permanecieran en sus territorios sin poder comprender una situación totalmente desconocida y pavorosa para ellos, escenario que a sus ojos debía sobresalir por su naturaleza casi apocalíptica y por tanto, dando tiempo suficiente para que Cortés se reorganizara y volviera muchos meses después a dar el golpe de gracia a un imperio ya gravemente herido, nunca mejor dicho. ¿Qué hubiera ocurrido si los españoles no hubieran llevado consigo esos microscópicos (pero tremendamente letales) aliados que tan oportunamente asolaron las tierras mexicas? pues aunque sólo sea una ucronía, muy probablemente hoy en día México podría ser una nación muy diferente y el español quizás una lengua de rango menor.
Desde un punto de vista más científico, hace bastante tiempo que se conoce que la presión evolutiva ejercida por los patógenos ha modificado profundamente la fisiología del ser humano, ahí está por ejemplo la exuberante y rapidísima evolución del Complejo Principal de Histocompatibilidad de clase I. Partiendo de este y otros muchos hechos relacionados, y de que cada vez hay más evidencias de que los procesos evolutivos no actúan como compartimentos estancos, sino que una determinada presión evolutiva puede tener efectos pleiotrópicos de muy largo alcance (inciso: un ejemplo muy llamativo podría ser el caso de la mutación en la enzima alcohol deshidrogenasa que facilitó el que nuestros lejanísimos antepasados pudiera comer las frutas caídas al suelo, que fermentadas por las bacterias del medio ambiente concentran etanol, iniciando la larga andadura hacia el bipedalismo, la destreza manual y la expansión cerebral), diversos investigadores se preguntaron si la presión evolutiva ejercida por los patógenos había alterado otras facetas en principio menos evidentes de la ecología de nuestra especie.
Los patógenos han sido con diferencia la mayor fuente de morbilidad y de mortalidad durante la historia evolutiva humana y por tanto deberían ser un potente motor de selección natural. De tal manera que las defensas naturales humanas contra los patógenos no sólo incluyen un complejísimo conjunto de moléculas, células, tejidos y procesos biológicos del organismo encargados de identificar, atacar y eliminar a los microorganismos infecciosos sino que se han ampliado evolutivamente con el denominado sistema inmune “conductual”, que sería el conjunto de mecanismos psicológicos que permiten a los organismos detectar la posible presencia de agentes causantes de enfermedad en su entorno próximo, lo que generaría comportamientos adaptativos para evitar o dificultar el contacto con objetos y personas potencialmente infectados. Este sistema habría generado sentimientos, actitudes y valores ancestralmente adaptativos que modularan el comportamiento hacia los miembros tanto del propio grupo como de los individuos de fuera del grupo, generando prejuicios contra las personas percibidas como poco saludables o que incrementen el riesgo de contagio.
Además la dinámica coevolutiva entre el huésped y el patógeno implica una continua carrera antagónica, casi armamentística, en donde los humanos evolucionan hacia adaptaciones que generen resistencia hacia el patógeno y estos últimos desarrollan adaptaciones para eludir las defensas del huésped, de tal manera que un grupo de humanos expuestos a los mismos patógenos tienden a tener sistemas inmunes más similares y por tanto, parecidos patrones de resistencia que los miembros de fuera del grupo que pueden estar expuestos a patógenos diferentes. Desde este punto de vista, en ambientes ancestrales la interacción con los miembros del grupo tendría un menor riesgo de transmisión de enfermedades que la interacción con personas de fuera del grupo, y por tanto en términos evolutivos implicaría por ejemplo que los comportamientos xenófobos o etnocéntricos podrían ser una adaptación defensiva, comportamiento que sería mucho más pronunciado en individuos o grupos expuestos a mayor número de patógenos o en situación (aunque sea subjetiva) de riesgo de infección. Para comprobar esta hipótesis se han realizado diversos estudios. Así las personas que se sienten más vulnerables a las enfermedades contagiosas tienen en peor estima a los extranjeros que aquellas que no están preocupadas por el riesgo de contagiarse con un patógeno [1 y 2]. También, mujeres embarazadas en su primer trimestre gestacional (en donde las consecuencias de una infección son más peligrosas) mostraron un claro sesgo a favor de sus compatriotas frente a los extranjeros, xenofobia que disminuía drásticamente al ir avanzando la gestación tal y como muestra la siguiente figura.
De esta hipótesis también se desprende que como las enfermedades infecciosas seleccionarían comportamientos encaminados a evitar o limitar el contagio, ello implicaría una presión evolutiva hacia la creación de fronteras entre grupos que se irían fraccionando y aislando a partir de una cultura original. Y por tanto, esta diversificación debería ser más acusada en entornos en donde hubiera mayor variedad de patógenos. Y esto es lo que se ha encontrado cuando se analizan algunos patrones culturales: tanto la diversidad en lenguas como de religiones de las sociedades indígenas se correlaciona positivamente con la diversidad de enfermedades infecciosas (pero no con otros factores) que sufren las diferentes poblaciones humanas a nivel mundial [3 y 4].
Entonces diversos autores [5, 6 y 7] han propuesto que los patógenos han estado modulando al H. sapiens, de tal manera que prácticamente no queda faceta humana que no haya sido alterada por la poderosa influencia de estos microscópicos pero no por ello menos importantes entes biológicos. De tal manera que en una próxima entrada presentaré un ejemplo de cómo los patógenos siguen alterando y determinando la ecología humana incluso en épocas actuales.
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La primera gran virtud del hombre fue la duda y el primer gran defecto la fe (Carl Sagan)