martes, 2 de octubre de 2018

2 de octubre (y fin) #El retorno de los charlatanes #noticias


No se olvida.

Pero es el pasado.

Desde que comencé este blog, hoy un tanto abandonado por los esfuerzos que he dedicado a mi canal en YouTube (cambio que tiene un motivo idéntico al que dio nacimiento a este blog, usar el medio más adecuado para promover la razón, el conocimiento científico y una visión social progresista), todos los días 2 de octubre he publicado una sola nota: 2 de octubre no se olvida.

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El recordatorio se refiere al 2 de octubre de 1968 en México.

Un movimiento estudiantil que comenzó de manera un tanto accidental en julio de ese año y que pudo ser rápidamente resuelto había crecido hasta convertirse en una enorme movilización estudiantil y popular donde había por igual moderados que extremistas (y una dosis de provocadores, por supuesto). El gobierno autoritario de Gustavo Díaz Ordaz, incapaz de asumir la buena fe de un movimiento social, incapaz de reconocer errores crasos, incapaz de buscar soluciones que implicaran tratar a su ciudadanía como algo más que súbditos, aferrado al principio de autoridad y rehén de su propia paranoia anticomunista, no sólo lo dejó crecer, sino que lo hizo crecer con acciones que sólo eran comprensibles en una lógica de asedio y temor (toma de las principales universidades por el ejército, ataque con bazooka a una preparatoria, provocaciones y detenciones más bien arbitrarias, uso injustificado de una enorme violencia, uso ilegal del ejército en la represión, torturas y desapariciones). Diez días antes de que comenzaran los juegos olímpicos en que México apostaba su imagen internacional, el Consejo Nacional de Huelga que dirigía el movimiento convocó un colosal mitin en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, para anunciar una "tregua olímpica" tratando de indicar que el temor del presidente de que todo fuera "un complot para dañar a México" era erróneo, y que sí había buena fe al menos en parte en el movimiento.

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El mitin de Tlatelolco. Foto: Archivo Procesofoto

Cuento esto de manera extraordinariamente resumida sabiendo que hay buenas crónicas, razonablemente fiables, de lo acontecido durante el movimiento, que no pretendo sustituir. Y no lo hago sólo para los no mexicanos que me leen, como podría parecer, lo hago para muchos mexicanos para quienes "2 de octubre no se olvida" se ha convertido en muchas cosas distintas, en comodín que sirve para toda causa y movimiento, en concepto vacío. Y para subrayar que, en México, "el 68" no es el mayo francés o la masacre de Kent en Ohio, sino el verano que acabó en Tlatelolco.

Terminando el mitin del 2 de octubre, un batallón del ejército vestido de civil se lanzó a detener a los miembros del CNH en el edificio desde el cual hacían sus intervenciones. Toda la plaza fue además rodeada por el ejército con tanques y personal de infantería. En un momento dado, el ejército empezó a disparar contra la multitud, en lo que desde entonces se conoce como la masacre de Tlatelolco. El número de muertos es tan impreciso que va desde los 20 nombres consignados en la estela que hoy conmemora el acto en la propia Plaza de las Tres Culturas (donde ciertamente faltan nombres conocidos como el de Regina Teuscher Kruger, luego objeto de depredación esotérica como he contado) hasta las afirmaciones de que hubo más de mil víctimas. La cifra real no la conoce nadie y si consta en archivos oficiales, siguen sellados.

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La estela conmemorativa de la matanza
En realidad el número da igual. Esos debates de cantidades no dejan de ser mezquinos.

Lo relevante es que un gobierno de una ineptitud y una pequeñez intelectual y moral estremecedoras había tomado la decisión de disparar sobre su propia población de modo alevoso y público, y que luego, en medio del estupor generalizado, celebró sus juegos olímpicos y apostó al olvido y a la represión continuada. La lección política era clara. De allí puede usted desprender todo tipo de interpretaciones y de allí surgieron todo tipo de acciones, porque el país cambió esa tarde. Algunos activistas decidieron que las vías democráticas estaban cerradas y emprendieron o se unieron a la lucha armada contra el gobierno, desatándose la guerra sucia que seguiría durante toda la década de 1970. Otros decidieron que había que profundizar la lucha sindical. Alguno más anunció la instauración del comunismo en breve. Otros apretaron la organización partidista. Varios optaron por no volver a "meterse en política" (esa actividad execrable que detestaba la buena clase media de misa los domingos y silencios apretados a la que pertenecía mi familia). Y más de uno descubrió con el tiempo que la profesión "exmilitante del Movimiento del 68" era un pingüe negocio y a él se han dedicado durante largas y rentables décadas.

Todos quedamos marcados. De un modo o de otro. Los que éramos muy pequeños y apenas habíamos participado en "minibrigadas" de la secundaria y los mayores (a mí, mi familia, preocupada, me mandó en septiembre a Guadalajara y volví en tren el 3 de octubre a una ciudad desconocida). Los que no participaron. Los que favorecían al gobierno. Los empresarios y los trabajadores. La sociedad entera quedó sellada por "el 68", código que acabó resumiendo toda la historia, referente continuo, casi cotidiano, en el mundo universitario, periodístico, social, del activismo y de la política toda del país. Por "el 68" acabó legalizándose el Partido Comunista y surgirían otras organizaciones políticas más o menos serias y más o menos decentes. Por "el 68" se replantearon las políticas de defensa interna. Parteaguas, si los hay.

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Revista Proceso

Por cierto, los documentos desclasificados de los Estados Unidos con el tiempo demostraron que la paranoia de Díaz Ordaz era infundada, que ni Cuba ni la Unión Soviética ni China habían sido los instigadores o financiadores del movimiento. Ya después China, vía Corea del Norte, sí entrenaría a muchos guerrilleros de los años siguientes. Pero la URSS no se iba a jugar su posición diplomática en México como punto de entrada a los EE.UU. y Cuba, por motivos curiosos y a veces no muy claros, nunca llevó a México en particular su teoría de la "revolución continental", nunca entrenó guerrilleros ni financió grupos y su participación en toda esta historia se limitó a su anuencia para recibir en calidad de exiliados políticos a los presos del Consejo Nacional de Huelga cuando fueron amnistiados en 1976, así como a diversos guerrilleros liberados como el precio por secuestros de grupos armados diversos antes y después.

Pero una cosa es estar marcado por el pasado, tener una cicatriz que no se puede disimular, como las tenemos también por el primer desencanto amoroso, por el terremoto de 1985, por la ineptitud monstruosa de Ernesto Zedillo, por la nostalgia de las noches cantando con los amigos del bachillerato, por el día en que entramos a nuestro primer trabajo periodístico serio, por miles y miles de cosas, buenas y malas... y otra muy distinta es vivir en el pasado.

Me niego a vivir en el pasado. Del pasado. Con el pasado. Por el pasado.

Como mexicano, esa reinvención continuada de imaginarias "épocas de oro" del cine, de la música, de los salones de baile, del porfiriato, del "rocanrol", de la poesía romántica, del cómic, deloqueseleocurraausted, me resulta cada vez más agobiante y repulsiva, igual que el indigenismo azucarado, la revolución contada como novela mala donde todos los que se mataban entre sí son buenos, la epopeya independentista en la que se ocultan multitud de hechos y muchos otros momentos del pasado enaltecidos y distorsionados para servir a una narrativa nacional de poca monta y en la que se ha incrustado ya el movimiento del 68. Es como si la pretendida abundancia del pasado (en glorias, en logros, en estética obligatoria) justificara toda carencia del presente y toda falta de proyecto claro de futuro. No por nada hoy se consolida la idea de crear una gran transformación en México volviendo, según el área, a 1970, 1938, 1910, 1857, 1810 y, para orientar la ciencia y la tecnología, a un momento impreciso entre el siglo XIV y el XVII.

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El Congreso de los Diputados españoles en 1978, cuando se promulgó la Constitución.
Como español que también soy, me agobia que la sociedad en la que hoy vivo, sin distinción de edades, siga peleando la Guerra Civil Española transformada en un estruendo de dos óperas wagnerianas discordantes y falsificadas, donde los adeptos de cada bando exaltan al propio y denigran al otro, rehaciendo las batallas y las tomas de poblaciones con una pasión revisionista escalofriante y estéril. Y si digo la Guerra Civil, digo la dictadura de Franco y digo la transición a la democracia que son los pilares de esta constante presentación de facturas al pasado donde tener razón respecto de lo que aconteció en 1936, 1939, 1960, 1974 o 1978 sustituye a todo intento por construir un futuro razonable, compartido y solidario. Es como vivir con medio Marcuse esquizofrénico: hay que destruir todo el pasado pero no para construir el futuro, que eso nadie sabe cómo se hace, sino para alcanzar el triunfo hoy contra los herederos de un pasado que alguno halla despreciable convencido de que al ayer le faltaba su augusta presencia para alcanzar la perfección.

No puedo reclamarle nada a quien enturbia y trivializa el debate político en España con su reinvención permanente de la transición de 1978 si no asumo que la ficcionalización, monetización, aprovechamiento y distorsión del 68 mexicano son hoy, a estas alturas, medio siglo después, más un lastre que un legado.

Como legado tiene valor, pero cuando usurpa el lugar reservado al presente y al futuro, cuando se apodera perversamente --y con la voluntad de sus titiriteros-- de todo el debate político del que depende no sólo nuestra suerte, sino la de los que vienen, es necesario marcarles un alto. Y para hacerlo afuera lo tengo que hacer dentro de mí.

Tenía yo 13 años apenas en 1968. Pasé buena parte de mis siguientes años estudiantiles a la sombra del 68, era inevitable. Y, desde entonces, mis ideas y las facturas que pagué por ser quien soy (y que me pasaron por igual la izquierda exquisita que la derecha manosuelta) son hijas del 68. Pero todo eso lo viví en cada instante del transcurso de mi presente y siempre mirando hacia el futuro, hacia lo que puede ser, no llorando por la Arcadia perdida, como soy hijo de mis padres, sean quienes sean.

Mi insistencia al repetir "2 de octubre no se olvida" no ha sido, no ha querido ser y no debe verse como un intento vivir en el pasado y tratar de ganar manos de pókar que ya no pueden volver a jugarse.

Aunque seguirá formando filas en mi memoria, el 2 de octubre es historia. Historia antigua, hecho consumado, recuerdo, página pasada y poco más. Como tantas y tantas otras cosas de los dos países donde tengo apoyados ambos pies, un poco, permítaseme, como algunos creen que tenía un pie a cada lado de la entrada del puerto el Coloso de Rodas (aceptemos que yo sería un coloso pequeño, nervioso, de gatillo fácil y de poca relevancia). Porque lo que me importa es el mañana de esos dos países y de todo este mundo interconectado e interdependiente para bien y para mal, de su gente que es la mía, de los que me quieren y a los que quiero en lugares diversos.

Porque sin futuro, el pasado no tiene ningún sentido.