
En la Antigüedad, la innovación tenía dos características principales: el riesgo y el aislamiento. Así los grandes inventos solían ser realizados por personas individuales, muchas veces mezcla de visionarios con tal arrojo, que bastantes dedicaron su vida a su sueño y los que fracasaban no solo acabaron en el anonimato, sino muchas veces en la más absoluta ruina. Además, debido a las dificultades de la comunicación, tanto física como de difusión de las ideas, se producía un aislamiento que hacía del trabajo innovador una labor totalmente artesanal y casi exclusivamente personal. Es por ello que para compensar el fuerte riesgo que conllevaba la innovación, además de para recompensar el trabajo individual, allá por el ya lejano año del señor de 1474 la República de Venecia emitió un decreto por el cual cualquier nuevo producto o actividad inventiva que se hubiera puesto en práctica en sus dominios tenía que ser comunicado a la República. A cambio, la Serenissima Repubblica di San Marco garantizaba una protección jurídica durante una década a los innovadores contra todos aquellos infractores potenciales que quisieran aprovecharse del trabajo ajeno, que tan duramente había sido conseguido. Así nacieron las patentes.
Poco a poco esta idea fue permeando por toda Europa, hasta tal punto que a finales del siglo XVIII todos los países occidentales con aspiraciones tenían un sistema de patentes moderno. Sin embargo, medio siglo después empezaron a aparecer voces críticas con esta ya en aquella época madura (si no envejecida) manera de recompensar el talento. En plena revolución industrial, donde las condiciones ya no eran las del Renacimiento, diversos juristas, científicos, economistas y hasta algunos propios inventores se dieron cuenta que las patentes proyectaban un aura artificial de glorificación al inventor individual y que menospreciaban, cuando no olvidaban, el cada vez mayor papel que jugaban los intercambios intelectuales en una época en donde las ideas empezaban a viajar a velocidades cada vez mayores. Eso sin olvidar que gracias a la acumulación de capital, los inventores exitosos (y por tanto enriquecidos) o las incipientes corporaciones que nacieron al albur de sus éxitos empezaron con la práctica de la patente defensiva o incluso las patentes troll, que bloquean de facto el camino a futuros innovadores y pueden retardar el desarrollo tecnológico. Ello junto con la apropiación directa de patentes, como en el litigio sobre la invención del teléfono entre Antonio Meucci y el famoso Alexander Graham Bell y su más que todopoderosa Bell Telephone Company mostraban ya las características del monstruo que se estaba gestando.
Y así llegado el siglo XX entra otro actor en esta ecuación: el propio estado. Los gobiernos de los países más avanzados comprenden que la innovación en tecnología es quizás el principal motor no sólo del desarrollo económico, sino lo que es más importante: de poder. De tal manera que incluyen en sus agendas como una labor no sólo necesaria, sino fundamental para la supervivencia a largo plazo del mismo estado el financiar el conocimiento aplicado, que es el que puede generar resultados aprovechables. Sin embargo, como esta innovación aplicada no puede surgir de la nada, entonces los distintos estados comprenden que deben financiar también el desarrollo de lo que en términos coloquiales se ha llamado ciencia básica, para así poder tener un sustrato de donde extraer las futuras innovaciones. Inciso: proceso este que nunca ha llegado a calar aquí en tierras hispanas, en donde los gobernantes siempre han considerado la Ciencia como un gasto (que a veces y sólo en el mejor de los casos produce algo de prestigio) pero nunca como una inversión vital para el desarrollo de la nación.
Y en este punto la situación estuvo clara hasta hace algunas décadas. Los estados con visión de futuro invertían importantes sumas de dinero en investigación básica, que en cuanto estaba madura ese conocimiento se transfería a grandes empresas patrias. A cambio, estas corporaciones fabricaban el producto, sustancia o invención derivados de esas muchas veces décadas de arduo trabajo de laboratorio en empresas radicadas en el mismo país, con lo que se generaba ocupación para la población e impuestos, tanto de los trabajadores como de los beneficios empresariales, para ese mismo estado previsor.


Y si esta nueva relación asimétrica entre estados y corporaciones se produce en todos los sectores económicos, hay uno en donde este total desequilibrio es más especialmente sangrante, puesto que afecta de lleno a la salud y también a la vida de las personas: son los medicamentos.
Tal y como indican en este breve video dos investigadores españoles
[Video: Los ciudadanos pagamos dos veces el precio de los medicamentos]
las compañías farmacéuticas se inspiran, compran de saldo (porque en el fondo en este punto todavía es sólo conocimiento) o incluso se apropian directamente de los resultados más interesantes de todo el inmenso conocimiento biomédico que decenas de miles de investigadores de todo el mundo estamos generando casi de manera exponencial.
Y así después ese medicamento, basado en años y años de arduo trabajo de laboratorio de muchas veces infinidad de grupos de investigación de todo el mundo (que han aportado todos ellos su granito de arena más o menos grande) se acaba comercializando. Y como es vital para la vida de las personas puede ser vendido a precios astronómicos, que muchas veces superan los 100.000 euros por tratamiento y paciente, por lo que además de excluir a gran parte de la población (no sólo de los países del Tercer Mundo, sino también de las clases sociales más desfavorecidas del Occidente rico) pueden acabar poniendo en riesgo la viabilidad económica del sistema sanitario y hasta de la hacienda pública de muchos países. Porque por ejemplo, el famoso Sovaldi, medicamento que elimina completamente el más que letal virus de la Hepatitis C, le cuesta a la sanidad española unos 25.000 euros por tratamiento. Y teniendo en cuenta que en España hay unos 900.000 infectados por este virus, que tarde o temprano necesitaran el fármaco, pues la más elemental aritmética indica que la factura acabará ascendiendo a más de 22.000 millones de euros.
Y como decía el famoso (y ya viejo) Super Ratón de los dibujos animados de hace unas décadas: no se vayan que todavía hay más. Puesto que el estado hace dejación de sus funciones y delega en la iniciativa privada el desarrollo de los medicamentos entonces, de todo ese inmenso corpus de conocimiento biomédico actual potencialmente utilizable en una futura farmacopea, las multinacionales farmacéuticas siguiendo la más elemental lógica empresarial (puesto que en el fondo son compañías como otras cualquiera y sus altos directivos van y vienen por diversos sectores económicos) de rendir únicamente cuentas a los mercados bursátiles, no invierten en el desarrollo de los fármacos más necesarios contra las enfermedades más peligrosas o que salven más vidas, sino que por
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