Tradicionalmente la Historia ha sido básicamente una forma de propaganda retardada. Así, los historiadores recopilaban los escritos y los arqueólogos documentaban las ruinas que las grandes civilizaciones del pasado dejaron para su mayor y propia gloria. Sin embargo, hasta casi ayer mismo la inmensa mayoría de humanos han vivido al margen de esos supuestos poderosos reinos e imperios, que algunos estudiosos actuales están descubriendo no fueron más que pequeñas e inestables islas rodeadas por todo un inmenso mar de pueblos "barbaros" que dejaron poco o ningún rastro.
Y para mostrar esta nueva visión más equilibrada de la Historia nada mejor que unos extractos del último libro que estoy leyendo: "Against the grain: a deep history of the earliest states" del antropólogo de Yale James C. Scott que me he permitido traducir.
Que los estados hayan llegado a dominar el registro arqueológico e histórico no es ningún misterio. Para nosotros, es decir, el Homo sapiens, acostumbrados a pensar en términos de una o unas pocas vidas, la permanencia del estado y su espacio administrado parece una constante ineludible de nuestra condición. Además de la total hegemonía de la forma estatal en la actualidad, una gran parte de la arqueología y la historia en todo el mundo está patrocinada por el estado y, a menudo, equivale a un ejercicio narcisista de autobombo. Y para agravar este sesgo institucional, hasta hace muy poco la tradición arqueológica era la excavación y el estudio de las principales ruinas históricas. Por lo tanto, si construyes monumentalmente en piedra y dejas tus restos convenientemente en un solo lugar, es probable que seas "descubierto" y domines las páginas de la historia antigua. Si, por otro lado, construiste con madera, bambú o juncos, es mucho menos probable que aparezcas en el registro arqueológico. Y si fueras de los cazadores-recolectores o nómadas, por numerosos que fueran, esparciendo su basura biodegradable sobre el paisaje, es probable que desaparecieras por completo del registro arqueológico.
Una vez que los documentos escritos -digamos, jeroglíficos o cuneiformes- aparecen en el registro histórico, el sesgo se vuelve aún más pronunciado. Estos son invariablemente textos centrados en el estado: impuestos, cargas de trabajo, listas de tributos, genealogías reales, mitos fundacionales, leyes. No hay voces enfrentadas, y los esfuerzos por leer tales textos a contracorriente son a la vez heroicos y excepcionalmente difíciles. Cuanto más grandes son los archivos estatales, en general, más páginas están dedicadas a ese reino histórico y su autorretrato.
Sin embargo, los primeros estados en aparecer entre el limo aluvial azotado por el viento en el sur de Mesopotamia, Egipto y el Río Amarillo fueron entes minúsculos tanto demográfica como geográficamente. Eran una mera mancha en el mapa del mundo antiguo y no mucho más que un error de redondeo en una población mundial total estimada en aproximadamente veinticinco millones en el año 2.000 aEC. Eran pequeños nodos de poder rodeados por un vasto paisaje habitado por pueblos no estatales, también conocidos como "bárbaros". A pesar de Sumeria, Acadia, Egipto, Micenas, los Olmecas y los Mayas, Harappa, la China Qin, la mayoría de la población mundial continuó viviendo fuera de los dominios de los estados y sus impuestos durante mucho tiempo. Cuándo, de manera exacta, el panorama político se vuelve definitivamente dominado por el estado es difícil de decir y claramente arbitrario. Siendo muy generosos, hasta los últimos cuatrocientos años, un tercio del planeta todavía estaba ocupado por cazadores-recolectores, agricultores itinerantes, pastores y horticultores independientes, mientras que los estados, siendo esencialmente agrarios, se limitaban en gran parte a esa pequeña porción del globo adecuada para el cultivo. Es posible que gran parte de la población mundial nunca haya conocido el sello distintivo del estado: un recaudador de impuestos. Muchos, tal vez la mayoría, pudieron entrar y salir del espacio estatal y cambiar sus modos de subsistencia; tenían posibilidades de éxito para evadir la mano dura del estado. Si, por tanto, ubicamos la era de la hegemonía estatal definitiva como iniciada alrededor del 1600 EC, se puede decir que el estado domina solo las últimas dos décimas partes del uno por ciento de la vida política de nuestra especie.
Al centrar nuestra atención en los lugares excepcionales donde aparecieron los primeros estados, nos arriesgamos a perder el hecho clave de que en gran parte del mundo no hubo ningún estado hasta hace muy poco tiempo. Los estados clásicos del sudeste asiático son aproximadamente contemporáneos al reinado de Carlomagno, más de seis mil años después de la "invención" de la agricultura. Los del Nuevo Mundo, con la excepción del Imperio Maya, son creaciones aún más recientes. Ellos también eran territorialmente pequeños. Fuera de su alcance había grandes conglomerados de pueblos "no administrados" reunidos en lo que los historiadores podrían llamar tribus, jefaturas y bandas. Habitaron zonas de ninguna soberanía o de una soberanía nominal infinitamente débil.
Los estados en cuestión fueron solo raramente y entonces bastante brevemente los formidables Leviatanes que la descripción de poderosos reinados que ellos mismos tienden a transmitir. En la mayoría de los casos interregnos, fragmentación y "edades oscuras" fueron más comunes que el dominio consolidado y efectivo. Una vez más, nosotros (y también los historiadores) hemos quedado hipnotizados por los registros de la fundación de una dinastía o de su período clásico, mientras que los períodos de desintegración y desorden dejan poco o nada en los registros históricos. La "Edad oscura" griega de cuatro siglos de duración, cuando aparentemente se perdió la alfabetización, es casi una página en blanco en comparación con la vasta literatura sobre las obras de teatro y la filosofía de la Edad Clásica. Esto sería completamente comprensible si el propósito de la historia fuera examinar los logros culturales que veneramos, pero pasa por alto la precariedad y la fragilidad de las formas estatales. En una buena parte del mundo, el estado, incluso cuando era robusto, fue una institución estacional. Hasta hace muy poco, durante las lluvias monzónicas anuales en el sudeste asiático, la capacidad del estado para proyectar su poder se reducía virtualmente a los muros de palacio. A pesar de la autoimagen del estado y su centralidad en la mayoría de las historias habituales, es importante reconocer que durante miles de años después de su primera aparición, no fue una constante sino una variable, y muy tambaleante entidad en la vida de muchos humanos.
A pesar del enorme progreso en documentar el cambio climático, los cambios demográficos, la calidad del suelo y los hábitos alimenticios, hay muchos aspectos de los primeros estados que es poco probable que se encuentren documentados en restos físicos o en textos tempranos porque son procesos insidiosos y lentos, quizás simbólicamente preocupantes e incluso indignos de mencionar. Por ejemplo, parece que el despegue desde los primeros dominios estatales hacia la periferia fue bastante común, pero, como contradice la narrativa del estado como un benefactor civilizador de sus súbditos, queda relegado a códigos legales oscuros. Otros y yo estamos prácticamente seguros de que la enfermedad fue un factor importante en la fragilidad de los primeros estados. Sus efectos, sin embargo, son difíciles de documentar, ya que fueron tan repentinos y tan poco entendidos, y también porque muchas enfermedades epidémicas no dejaron huella evidente. De manera similar, el alcance de la esclavitud, el cautiverio y el reasentamiento forzoso es difícil de documentar ya que, en ausencia de grilletes, los restos de esclavos y de sujetos libres son indistinguibles. Todos los estados estaban rodeados por pueblos no estatales, pero debido a su dispersión, sabemos muy poco sobre su ir y venir, su relación cambiante con los Estados y sus estructuras políticas.
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