El comportamiento humano, lejos de ser algo externo a la fisiología del organismo en general y del cerebro en particular, es el resultado de complejísimas interacciones entre diversos órganos de nuestra anatomía, junto con la nada desdeñable influencia (cuando no dirección) de esos miles de millones de diminutos microorganismos que llevan acompañándonos millones de años, de tal manera que ahora mismo tras esa larga coevolución los humanos no podemos desarrollar adecuadamente nuestras funciones cognitivas en ausencia de esos simples, pero a la vez poderosos microorganismos simbiontes.
Desde hace algunos años existe una creciente evidencia epidemiológica que relaciona el desarrollo del feto en el útero de una madre obesa con el riesgo de sufrir años después trastornos del desarrollo neurológico, como el autismo [1, 2 y 3]. Esta obesidad materna se ha asociado con alteraciones en el microbioma del intestino de los hijos en primates tanto humanos como en macacos. Inciso, otra prueba más que nos liga a nuestros primos más peludos, por mucho que nieguen algunos. Es más, muchos individuos con trastornos neurológicos, incluyendo el autismo, también presentan diversos problemas gastrointestinales y alteraciones de la microbiota intestinal (disbiosis) [4 y 5]. Estos y otros estudios [6 y 7] apoyan la hipótesis de que existe un sistema de comunicación bidireccional entre el intestino y el cerebro, en donde las respectivas actividades estarían mutuamente reguladas y por tanto, en donde los cambios en el microbioma del intestino podrían ser relevantes para el desarrollo de las alteraciones de la conducta asociadas con el autismo. Esto por otra parte echaría por tierra siglos de esa supuesta exclusividad humana, de que la mente de los sapiens es una caja negra en donde la ciencia no tiene nada que decir, puesto que según los infalibles libros sagrados de las más diversas religiones es el resultado de un alma etérea, sin ninguna relación con el cerebro.
Pues bien, unos investigadores tejanos publicaron el año pasado un elegante estudio con animales de laboratorio que clarifica esta compleja relación entre bacterias, intestino y cerebro. Los científicos estudiaron una cepa de ratones en dos condiciones diferentes, en la primera a las hembras se les alimentaba con una dieta equilibrada en donde los recién nacidos se desarrollaban con normalidad desde el punto de vista cognitivo, relacionándose adecuadamente con sus congéneres. En estos ratones hijo, los investigadores analizaron el microbioma intestinal, el cual se consideró como normal (símbolos azules enmarcados por un círculo en el abdomen de ratones que se acicalan mutuamente, tal y como se indica en la siguiente figura).
Otro conjunto de hembras se sometió a una dieta rica en grasas varias semanas antes de la concepción y el posterior parto. Los descendientes fueron después criados con la dieta normal de estos animales y se estudió tanto su desarrollo neurológico como su microbioma. Y tal y como indica la siguiente figura
los ratones hijos de madres obesas, aun cuando ellos no estaban gordos, desarrollaron problemas de sociabilidad con sus congéneres, teniendo también alteraciones de su microbioma (marcado en rojo en la figura).
En este punto los investigadores comprobaron que la bacteria Lactobacillus reuteri era mayoritaria en los ratones sanos, mientras que estaba muy disminuida en los animales con problemas de comportamiento. Por ello, los investigadores procedieron a añadir esta bacteria al agua que bebían los animales recién destetados provenientes de madres obesas y encontraron que, tras 4 semanas de la administración continua de L. reuteri, estos ratones no desarrollaban síntomas de disfunción neurológica.
En resumen, un nuevo dato que viene a poner en evidencia la complejísima relación que existe entre cerebro, intestino y los miles de millones de bacterias que llevan coevolucionando con nosotros desde que éramos unos simples mamíferos del montón.
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