sábado, 11 de febrero de 2017

Ciencia, pseudociencia y una niña #La lista de la vergüenza #noticias


Una de las pseudoterapias que más se están extendiendo últimamente es el reiki, esa práctica "milenaria" que inventó un monje japonés allá por los años 1920, y que se está abriendo paso incluso como tratamiento "complementario" en la sanidad pública, quizá porque es tan obvio que no sirve para nada que también parece evidente que no va a hacer nada malo. Por otra parte, eso de que haya por ahí una supuesta energía vital se ajusta tan bien a la disparatada "perturbación del campo energético" que hasta hace poco reconocía la NANDA que es inevitable que la idea de manipularla haya atraído a numerosos profesionales de la enfermería, más deseosos de guiarse por cuentos de hadas que por la realidad.

Ejemplo de manipulación de la energía vital.
Ejemplo de manipulación de la energía vital. | Son Goku lanzando un ataque "Onda Vital".

Pero no crean que esta situación es nueva: si retrocedemos un par de décadas, lo que estaba de moda (por parecidas razones) no era el reiki, sino el "toque terapéutico", una pseudoterapia prácticamente indistinguible. Al igual que el reiki, el toque terapéutico estipula que existe un "campo energético" en los seres vivos que puede ser manipulado y modificado.

Y que, por tanto, puede ser percibido.

Eso es lo que llamó la atención, allá por 1996, de una niña llamada Emily Rosa. Emily, que entonces tenía nueve años, diseñó un sencillo experimento para comprobar si esto era cierto. Los voluntarios (que aseguraban ser capaces de percibir ese "campo energético") se colocaban frente a una mesa, con los brazos extendidos y las manos hacia arriba, separadas unos 30 cm; una pantalla construida con cartón y una toalla ocultaba esa zona de su vista. A continuación Emily lanzaba una moneda al aire para seleccionar una de las manos del voluntario, y le acercaba su propia mano derecha. Los voluntarios debían detectar el "campo energético" de Emily y así determinar a cuál de sus manos había acercado Emily la suya. Cada voluntario realizaba diez de estas pruebas.

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De este modo se realizaron dos series, entre 1996 y 1997, con un total de 21 voluntarios (19 mujeres y dos hombres) que realizaron un total de 280 intentos (ya que siete de los voluntarios repitieron).

Con unos resultados… bueno, más bien discretos: a pesar de que todos los voluntarios practicaban el toque terapéutico y aseguraban ser capaces de detectar el dichoso campo, lo cierto es que ni siquiera llegaron al 50% de aciertos.

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Tabla y análisis estadístico de los resultados. Esta imagen y la anterior han sido obtenidas del artículo de JAMA al que se hace referencia en la entrada. | Tabla y análisis estadístico de los resultados.

De este modo Emily Rosa consiguió dos cosas: desbaratar definitivamente las creencias sobre "campos energéticos" y también convertirse en la persona más joven que ha firmado jamás un artículo científico, ya que sus resultados fueron publicados en el número del 1 de abril de 1998 nada menos que en Journal of American Medical Association (JAMA). El artículo, firmado por la propia Emily junto con su madre Linda, Larry Sarner y Stephen Barrett lleva por título A Close Look at Therapeutic Touch.

Emily Rosa realizando su experimento. Imagen tomada de este vídeo.
Emily Rosa realizando su experimento. Imagen tomada de este vídeo.

Y si a Emily le sirvió para dos cosas, a mí también. Por un lado me permite recordar una premisa básica que a menudo se olvida en la investigación sobre pseudociencias: antes de dedicar recursos y esfuerzos a comprobar si una técnica "funciona" sería conveniente comprobar algo tan sencillo como su plausibilidad. Si antes de embarcarse en un caro ensayo clínico sobre el reiki que al final ofrecerá los mismos resultados dudosos de siempre, los experimentadores dedicaran un ratito a comprobar si los practicantes de esa pseudoterapia son de verdad capaces de detectar esa energía que dicen manejar, los investigadores y los enfermos se ahorrarían esa pérdida de tiempo y los responsables de los centros se ahorrarían la pérdida de recursos económicos y de prestigio científico. Y para ello bastaría con aplicar el mismo método y el mismo sentido común que demostró aquella niña de nueve años.

Y, por otro lado, me permite recordar que hoy es 11 de febrero, que celebramos el día internacional de la mujer y la niña en la ciencia, y que no tendríamos que hacerlo: nuestra sociedad no puede permitirse el lujo de que el talento y la inteligencia de la mitad de los seres humanos se pierda en las trabas que aún encuentran las mujeres para dedicarse a actividades científicas, técnicas o divulgativas. Es un derroche.

Pero, sobre todo, es una injusticia.

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